lunes, 4 de febrero de 2008

Verano en Madrid

El verano acababa de ser sustraído de los bolsillos de la inocente ciudadanía. Las líneas de metro habían sido construidas con renglones torcidos, y los tobillos de las clases bajas se resentían los días de tormenta.
En el fondo del insondable bolso de las señoras respetables, las gafas de sol aguardaban resignadas un domingo de resaca, pues el cielo estaba encapotado.
Las legiones de inmigrantes crecían como el sobrino de la vecina: inexorable e irremediablemente.
Los chinos tomaban el control del pequeño comercio, indiferentes a todo. Incapaces de devolver una sonrisa, o de interpretar una mirada amable...putos ludópatas.
Las listas de éxitos seguían masticando el mismo soniquete, agotando la paciencia del desprevenido oyente, y maltratando sus oídos.
Si bien la lluvia en Sevilla es una maravilla, nada hay escrito en su favor por los que, desprovistos de paraguas y abrigo alguno, deben caminar diez minutos hasta el metro. ¿Quién lavó ayer el coche? ¿Quién ha dejado ropa tendida? ¿Quién limpió ayer los cristales? Algún listo.
Los desconocidos acercaban posiciones hablando por fin justificadamente del tiempo, y Miss Camiseta Mojada hacía el agosto entre los personajes solitarios de traje gris.
Transcurría un día más, un día insulso, un día después de o antes de, pero no "el día de". En la oficina no había mucho trabajo y casi todo el mundo estaba de vacaciones en latitudes más benignas, disfrutando de una vida que a algunos nos estaba vetada.
No obstante, había algo en el color gris de aquel día, una sensación extraña de belleza y de que la vida es algo que está bien y merece la pena, una promesa velada de alegría que lo llenaba a uno de esperanza en el futuro.
Transcurría una jornada más sin conseguir deprimirme, y eso ya era una victoria.

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